La explosión

Querer hacer algo y aguantarse las ganas. Tener muchas más ganas de hacerlo y saber que te tienes que ir, pero quedarte. Esperar. Sentir más ganas. Ver cómo las ganas se van y vienen, cada vez más fuertes. Saber que ya no puedes aguantar más, pero seguir aguantando. Empezar a sudar frío, sentir cómo se pone la piel de gallina, hiperventilar, empezar a notar que la tensión se baja, cada vez más.

Que las ganas aumenten, punzantes. Casi hasta el punto de sentir que se acabó, ya está, no quedan más fuerzas. La explosión es inminente. Y cuando ya no se puede ordenar un pensamiento, ni un movimiento, levantarse de la silla, salir caminando con el paso acelerado. Caminar más rápido, apurarse. De pronto, empezar a trotar, a sabiendas de que falta poco para que todo se arruine. Y correr, correr cómo nunca.

Recoger todo, rapidito, con concentración. Ir acomodando con toda la corredera los insumos necesarios para acercarse al destino con fluidez. Abrir una puerta, luego otra, por último una más y llegar ahí. Alcanzar el sitio donde todo se puede.

Ser espectador, entre convulsión y convulsión, del desastre de ganas. Ver cómo explota en forma líquida, gaseosa, sólida y plasmática. Inhalar, exhalar, contraerse, distenderse. Disfrutar el olor de la explosión, la piel, el sabor. Llorar con vehemencia el propio desastre. Y empezar de nuevo.

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