New Macondo

Caracas me hipnotiza con sus colas. Agarro el volante de mi carro y me dejo llevar por las palabras de alguna emisora reiterativa, para adormecerme con la cola, que avanza veinte centímetros por hora.

Caracas me hipnotiza desde que me despierto. A la ciudad de la eterna primavera le dieron ganas de parecerse a Londres, y ese frío y esa agua que cae, sin prisa pero sin pausa, no permite que me levante de la cama caliente y suave.

La autopista parece dividir a Caracas en dos partes. Como voy en dirección este-oeste tengo a mi izquierda el grave cinturón de miseria que nos aprieta y a mi derecha, las zonas residenciales que aparentan ser el resultado de años de planificación. Pero la Autopista Francisco Fajardo no es la única vía caraqueña y cuando nos introducimos en vías menores nos damos cuenta de la mezcla de estereotipos que conforman nuestra ciudad.

El rancho colinda con un edifico grande y viejo y, al cruzar la calle, hay una urbanización habitada por los hijos de los fundadores de los partidos políticos más importantes del país. A dos cuadras de allí tumbaron un mercadito y construyeron una quinta digna de compararse con La Casona, que por cierto, no está muy lejos del primer ranchito de Campo Claro. Caracas se convierte en nuestro nexo físico e intelectual, deja de parecer que tiene dos caras y se nos expone a plenitud en esos pequeños callejones.

Caracas nos deja ver el borracho en la esquina pasando el ratón, dos mecánicos tratando de encender un carro destartalado y una mujer que muestra con orgullo dos gruesos muslos sudados y sostenidos por unos tacones pasados de moda que luchan contra la gravedad, revelando que no aguantan tanta arepa con chicharrón convertida en carne femenina. Al loco que se para en la Avenida Francisco de Miranda pidiendo una moneda (ahora que para algo sirven las monedas) a cambio de un poema recitado con las fuerzas viscerales de la cocaína y el anís. El semáforo cambia a verde y al loco le pasa por al lado un Mercedes Benz color plata, recién pulido, con un gordo medio canoso y pulcro que lo maneja a sus anchas. Y si el loco pudiera meterse en el carro, podría oler el plástico, el aire acondicionado fresquito y el olor del dinero, tan especialmente férreo.Llega el mediodía. Casi siempre tengo que ir al centro a hacer alguna diligencia pesada. Decido ir a pie. Voy caminando mientras Caracas me embadurna de un olor a perro caliente, a alcantarilla, a sudor, a tufo y a tubo de escape. Y en mi rostro se mezcla y confunde una avalancha de nacionalidades y razas, porque aquí en Caracas convergen ciudadanos de todos los rincones del planeta.

Me atrevo a asegurar que sé lo que piensan. Están pensando qué van a hacer cuando terminen de hacer lo que están haciendo, porque el caraqueño no puede pensar en lo que hace; tiene que pensar en lo que va a hacer.

Caracas me menta la madre, me ofrece "papitas, maní y tostón”, me piropea con un gusto a
sadismo y sinvergüenzura y me pregunta con cara de anciano (y no es que el viejo no sabe dónde queda, sino que no sabe dónde está parado) “mija... ¿ud. No sabe dónde queda la Plaza Altamira?”. Caracas sienta a los inválidos en la acera y les apoya la espalda en la pared, les pone un vasito de plástico en la mano con unas puyas y les pide que lo agiten, para colaborar con el barullo infinito del que es especialista. Agrega un fiscal de tránsito cada dos cuadras con el único fin de soplar un silbato para unirse a la orquesta dirigida por la motocicleta que ronronea y el camión de arena que hace chillar sus frenos. Sigue siendo mediodía y los Mc. Donalds y los perrocalenteros compiten por clientela.

A eso de las siete de la noche, la cola de Caracas llega al momento cumbre de su espectáculo, es fácil ver a la gente cantando dentro de sus carros, viéndose las uñas, gritando histéricamente, leyendo el periódico, mandando mensajes por celular. El caso más impresionante es, incluso, el más común: aquel hábito infantil de sacarse los mocos. Desde el joven universitario con el carro nuevecito, pasando por la esposa de un ministro que viene del gimnasio hasta el viejo sesentón que uno no se explica cómo todavía maneja, cualquiera de ellos se saca los mocos en la cola.

Desde la ventana veo a los que van caminando. Las entradas de los metros (sobretodo la de Parque del Este) son idóneas para encontrarse con parejitas que no pueden esperar a llegar a su casa para demostrarse su amor. Se besan tan apasionadamente que a uno empieza a aguársele la boca. Sin ellos, Caracas perdería un poco su aspecto de ciudad mística y maravillosa. Pero cuidado, porque en una ciudad donde todo se ve, no es extraño que de repente la exuberante dama se dé media vuelta y descubras que no es una mujer.

Aquí se ven cosas que no existen en otras partes del mundo. Quizá por el hambre he empezado a comparar a los autobuses con grandes elefantes y a las motocicletas las confundo a veces con insectos molestos. Hago caso omiso de ello, no porque quiera, sino porque soy caraqueña de nacimiento y si empiezo a filosofar sobre ello, pierdo la cabeza. Gracias a Caracas he visto cosas que otra gente no ha podido ver. Es necesario estar en ella, y vivir en ella, para embucharse con aquellos olores que causan nostalgia y no repulsión. Pero el caraqueño es espontáneo, es encapuchado, lanzapiedra, empresario, sifrino, limosnero, malabarista si es necesario, perrocalentero, mecánico por gusto a las manos engrasadas y de ferviente y gran corazón.

El eclecticismo entre el progreso de sus construcciones y su 46% de población catalogada clase E, han hecho de Caracas la convergencia mística entre la Nueva York actual y el Macondo olvidado en Cien años de soledad.

Comentarios

"Jo, tienes madera para esto. Sigue escribiendo lo que sientes, pero sobre todo sintiendo lo que escribes"
Gracias profe... muchas gracias
me dijo…
Caracas nos deja ver el borracho en la esquina pasando el ratón, dos mecánicos tratando de encender un carro destartalado y una mujer que muestra con orgullo dos gruesos muslos sudados y sostenidos por unos tacones pasados de moda que luchan contra la gravedad, revelando que no aguantan tanta arepa con chicharrón convertida en carne femenina...

Todas estas las ví la primera vez que fui. Tu descripción es fascinante.
Lamento mucho no haber cambiado el asunto de Parque del Este a Chacaíto, Sr. Me-muevo-en-metro. Afortunadamente el viejo continente no le deja tiempo para revisar lo que está pasando en el mundo irreal... O si?

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