El olor del pasillo

Tenía que ir al médico. Me fui con una amiga como a las cuatro de la tarde. Por alguna razón mi médico queda en la misma clínica donde pasé casi tres años de mi vida. Todo iba bien, pasé buscando a mi pana por su trabajo, íbamos hablando simplezas por todo el camino de la deliciosa Cota Mil (es mi vía favorita en el mundo), llegamos al edificio, nos calamos una colita para agarrar el ascensor bastante parecida a la que se hace en tribunales. Hasta que nos montamos.

No me di cuenta hasta que el ascensor se abrió en el piso cuatro y empecé a caminar por el pasillo frío. El golpe de olor me abofeteó la cara. Es una mezcla de yodo con formol, quizás alguna que otra droga de quimioterapia, alcohol para mojar el brazo antes de meter la vía. Es un olor astringente, picante. Me inundó los dos huecos de la nariz y todo volvió a mi mente.

Las enfermeras no acostumbraban a tratar a mi mamá. Todo lo hacía yo. La cosa empezó a tomar forma de seguidilla. Al principio sólo tuve que aprender a poner inyecciones subcutáneas, igualitas a las de los insulinodependientes, por culpa de una trombosis venosa profunda ileofemoral. Pero además aprendí a hacer masajes de drenaje linfático, digitopuntura y reflexología, por si acaso.

Unas cuantas radioterapias más y dos ciclos de quimioterapia distintas después, ya estaba haciendo cirugías menores. Resulta que le dejaron una necrosis cutánea en la parte baja de la espalda que vivía infectándose. Ya la doxorrubicina liposomal, la gemcitabina, el carboplatino y otras groserías de esas no eran nada nuevo para mí. Agarraba unas esponjas quirúrgicas que venden en la farmacia, vienen esterilizadas y yodadas, y raspaba todo el tejido muerto y maloliente, aunque doliera. Luego le ponía parches Kaltostat, que ayudan a la cicatrización y evitan que se infecte nuevamente con tanta rapidez. Nunca se curó, había que hacer una rotación de colgajo, pero la hemoglobina no dejaba espacio para una visita al quirófano tan innecesaria, considerando que la vida estaba pendiendo de un hilo.

Noventa centímetros de colón menos después, vino la colostomía. La cosa no es tan grave como la pintan. Quizás sea un poco fuerte la primera vez que uno se acerca a semejante cosa, pero después te acostumbras, como a todo. No voy a dar detalles, porque muchos no lo van a aguantar, pero no porque sea fuerte, sino por la percepción que tiene la gente del sistema digestivo humano.

Cuando había inyectado unas cuantas veces (esto fue una seguidilla porque al final había que hacer todo esto todos los días) había limpiado la herida de la espalda, había cambiado la ostomía (léase: el arito de plástico que va pegado a la piel y donde se enrosca la bolsa), había vaciado o cambiado la bolsa, me había esterilizado sopotocientas veces las manos y me había cambiado los guantes la misma cantidad de veces, era hora de hacer lo suyo con la sonda.

Tenía una sonda de tres vías (Foley) que le llegaba a la vejiga, por el asunto de la hematuria. Si la sonda se trancaba y yo no podía extraer los coágulos con una especie de inyectadoras gigantes por donde echaba suero a mi antojo, había que reemplazarla por una nueva. El sangramiento era tan profuso que fue necesaria una irrigación de suero constante a través de la sonda. En ese momento empecé a dejar de dormir.

Había que cambiar el pote de suero cada dos horas, día y noche. Además de levantarse cada vez que se tapaba la cuestión. Había que cambiar muy frecuentemente la bolsa por donde salían los líquidos de la irrigación con sangre y orina y limpiar el desastre de suero que mojaba las sábanas cada vez que sacaba los coágulos.

Si no se hubiese apagado su vida, también hubiese tenido otro cable, esta vez desde el riñón, a través de la espalda. Pero la operación no funcionó, los riñones ya estaban cansados.

El olor de todo esto, de repente, me abofeteó la cara. Y creo que me dejó estúpida por el resto de la tarde. Ya no pude pensar más. Cuando estas cosas pasan, de repente, me entran ganas de destruir todo y empiezo a meter la pata, sin darme cuenta.

Comentarios

Joa dijo…
Que duro, amiga... bueno, yo no he tenido que cuidar a nadie enfermo todavia, pero me han operado 5 veces en menos de un año y cuando me pega el olorcito a medico, anestesia, quirofano tambien se me bajan los animos.
Topocho dijo…
Ufff, que duro.
RoRRo dijo…
Te comprendó perfectamente. Hubo una época en la que me conocía todos los rincones del Centro Médico. Fueron casi seis años de estadías intermitentes y de enfermeras y médicos, ya sin rostro, a quienes no les agradezco nada, porque eso fue lo que hicieron con mi mamá...
de los olores... y la loca que se pone a llorar por culpa de un desconocido inadecuado que usa el perfume menos indicado, para revivir las experiencias no tan bien enterradas (como se olvidaba).

querida jo... únete a mi odio a los links (y aléjate de la medicina)
ベル dijo…
Soy médico, que te puedo decir... bienvenida a mi mundo.

Es realmente impresionante.
El olor..
Todo.

Un abrazo vale.

Entradas más populares de este blog

The good life

101 reasons the 80's ruled

Flushing experience