Ella se pregunta qué habrá estado haciendo anoche. Sabe tan poquito de él, ni siquiera su segundo apellido. Se pregunta para qué la llama, pero rapidito se da respuesta: ha estado pensando todo este tiempo que fue por pura cortesía.

Cuando él no está, ella está con otros, muchos otros. Se hace la dura, la que no lo piensa y cuando no puede más, empieza a hablar del artículo que le puso en las manos. En su casa llena de periódicos viejos, llena de pintura, humo y música. Piensa en veinte mil cosas hasta que no aguanta el dolor de cabeza. La pensadera y los rones de anoche. Piensa mucho las cosas y a la final, sus decisiones nunca son buenas.

Ella está sola, y necesita que se muden para allá. Necesita que se acabe la diversión, las noches infinitas y ese desastre de vida. Necesita dejar de pensar en alguien que no conoce.

Él no sabe nada de ella. No sabe los cinco años de guerra contra enfermedades degenerativas, ni el miedo de pensar en los que le faltan a ella con su propia enfermedad. No sabe sus historias, ni de sus pecados. No sabe porqué es una descarriada, como él.

Pero ella sigue pensando en la mirada más exquisita del mundo. Sigue pensando en su pelo, que le cae en la cara como si quisiera matarla a puñaladas con sus puntas. Y ella se muere un poquito a cada segundo. Sigue enferma. Se imagina sus caderas precisas y todo su cuarto en una mano suya. Su lengua caliente, apurada, amarga.

Entonces vuelve al mismo bar, con la misma gente. Se detiene, como si estuviera al lado de una autopista. Los hombres son carros que ella mira, toca, besa y deja pasar, a doscientos kilómetros por horas. Esperando que él le dé la vuelta completa al circuito, a la misma velocidad de la tierra alrededor del Sol, y vuelva a pasar por aquí.

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