Era hora de desintoxicarse. De parar la rumba, la salidera y el sesohuequismo. Era hora de hacer las cosas que realmente tienen que ver conmigo. Heme aquí. Alquilé cuatro peliculitas que me absorbieron durante ocho horas de esta semana, sin contar las que conseguí por ahí haciendo zapping al control remoto del televisor. Además de eso vi a mis panas más antiguos, leí periódico como un demonio y cuanta cosa impresa o codificada pasara por delante. El jueves en la mañana todavía no les había dicho a los muchachos si me iba a lanzar con ellos para la playa. Me cuesta mucho, por cuestiones morales, salir de Caracas. En principio siempre pienso en todas las diligencias horrendas que inundan mi vida. Entonces me propongo quedarme para adelantarlas (siempre me quedo para hacerlas, pero nunca lo hago, qué vaina), y empieza mi cuestionamiento ¿Cómo me voy a ir? Los reales, mi papá, la familia, la vaina. Luego que si pierdo jueves y viernes, son dos días, bien podría adelantar algo porque son d...
No hay nada mas “ochentero” que la palabra misma. Generalmente la gente que le pisa los talones a aquellos que vivieron su adolescencia en la década de los 80’s tiende a decir “ochentoso”. Yo lo hacía. Me daban ganas de vomitar los calentadores rosados, los zarcillitos de crucecitas de la chica material y babosadas de esas. Hasta ahora. Me estoy poniendo vieja. Cuando “Mata de Coco” era “MATA DE COCO” y el Teatro la Campiña era “EL TEATRO LA CAMPIÑA ” yo tenía como cuatro años. Mi ídolo musical era Juan Corazón y no había mejor tema que “Entre perros y gatos” una cosa horrible que el hombre cantaba mientras una veintena de muchachitas se arrastraba por el piso, vestidas de perros y gatos. Yo lo sé porque mi mamá me llevó a verlo en Mata de Coco. Luego la bendita adolescencia me nubló el cerebro para siempre. Es ella la única culpable de que uno pierda al niño interno. Y no por el asunto trillado de la inocencia, sino porque empiezas a avergonzarte de los gustos horribles que ...
Sergio se levantó con el bendito ruido de la alarma. Un reloj digital que parece analógico y que emite un pitido de xilófono. Eran las 11 de la mañana. Otro día igual que el anterior y que el siguiente. Tenía de nuevo los pies fuera de la cama. No le cabían los dos metros de estampa para ninguna cama común y al erguirse, bueno, nunca se erguía. Pies grandes, manos grandes, casi deformes. Cabeza demasiado afilada para su cuerpo enorme pero engrosada por unos pelos largos, a veces calvas, que se mantenían enterrados tercamente en el cráneo y le bajaban en bucles, que seguro en algún otro tiempo fueron bellos, por detrás del cuello y hasta la parte alta de la espalda encorvada. Nunca se erguía, pero tampoco se levantaba en el momento. Se dejaba estar en la cama todo el rato que podía. ¿Podía? Todo el rato que se permitía. Así mejor. Extendió el brazo largo y fuerte y cogió el móvil. Lo encendió. Hacía mucho que dormía con el aparato apagado para que nadie le viera las mentiras. O...
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