Su nombre

Apoyó todo su cuerpo, de un solo golpe, contra la pared de concreto y se dejó caer doblando las rodillas hasta quedar sentado en el piso. Se sacudió el cabello que le escurría por los hombros y sujetó algunos que le caían en la cara por detrás de las orejas. Volvió a sentir asco. Había pasado toda la mañana rondando los escombros de la construcción. Se paró. Prendió un cigarro, esperando que cada bocanada de humo espeso lo ayudara a no pensar. Un dolor profundo que empezaba en el hueso del ojo se ramificaba por toda su frente y, si se quedaba muy quieto, sentía como latía toda su cabeza. Era un dolor conocido, a muchos inmigrantes les pasa por aquello de acostumbrarse a un idioma no materno. Un idioma al que tienen que domesticar.

No tenía más que dos años en aquella ciudad polucionada y triste, de calles envueltas en basura y hollín, en podredumbre de indigente y perros muertos. Pasaba todo el día esperando que llegaran las cuatro de la tarde para que su piel de ruso curtido dejara de recibir los rayos del sol tropical en plena ciudad capital mientras se llenaba la ropa vieja de cemento y arena.

En lo que llegó, había decidido cambiarse el nombre para que pudiese ser pronunciado por la gente de esa ciudad subdesarrollada. Para mí, era simplemente Alejandro. Unas cuantas veces se empeñó en pronunciarme su nombre obsceno para que me lo aprendiera y en el segundo en el que se despegaba de sus labios aquel sonido estruendoso, se me olvidaba.

A los dos meses de haber llegado consiguió trabajo en la construcción, entre placas y placas de concreto, remaches, mastique, espátulas y toda la tierra con la que pueda tener contacto un hombre. Trataba de sentirse afortunado, trataba de imaginarse que eran esculturas y no habitaciones lo que estaba construyendo. Pero los esfuerzos le eran en vano.

Alejandro había nacido con un pincel en la mano. En cuestión de minutos podía dibujar y esculpir cualquier cosa que hubiese visto un par de veces, a punta de memoria. Todos los días esperaba las cuatro de la tarde para salir corriendo con todas sus fuerzas a quitarse el disfraz de obrero para tragarse sus óleos y sus libros. Siempre pintaba escuchando una guitarra pulcra y no siempre entendible por sus oídos incapaces de crear música.

Seguía allí, prácticamente pegado al suelo, concentrado en el latido de su cerebro saltando dentro de su cráneo. El dolor empezó a caminar lentamente todo su cuerpo. Se iba convirtiendo en aire, entraba en todas sus células. El cansancio le fue llegando poco a poco, como un alivio, y empezó a hundirse en un sopor imposible. Faltaban dos horas para que saliera de aquella ciudad de polvo a esconderse en su taller improvisado. Allí lo esperaba yo, a veces, rodeada de inciensos. Me pintaba, nos mirábamos y hablábamos en un lenguaje inventado sólo para nosotros. Cuanto más óleo impregnaba el taller, mayor era el misterio que rondaba toda su fisonomía, su integridad y mi memoria. Tenía el cabello ondulado y ocre, las manos cuadradas, enormes, descuidadas y una barba incipiente de cachorro de la que él no se daba cuenta.

Llevaba los ojos llenos de tristeza. Cada vez que me miraba era como si quisiera hablarme de algo que no me decía, como si chorros de mundo me entraran por los ojos y me inundaran. A veces creo que era autosugestión, mi necesidad obscura de que me hable, de que me cuente, de que él mismo viera de que yo estaba ahí para recibirlo.

Un día llegué al taller. Y no había nada. Alejandro volvió a Rusia. Se fue volando, sin cuerpo. Abrí la boca y pronuncié su nombre, el de verdad. Y en ese momento se me olvidó para siempre.

Comentarios

Nostalgia dijo…
Cooo, pestañita, primera vez que paso por tu blog y me encuentro esto que me conmovió mucho...sabe Dios con cuantos "Alejandros" me habré tropezado en mi vida :(

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