Último beso de amor


Había sido un día perfecto hasta que, en la oficina, se llevó la taza de café a los labios.  No veía a Celia desde que la mandó a prisión, meses atrás, siguiendo órdenes de altos funcionarios del régimen recién implantado. Este café de las dos de la tarde irremediablemente le recordaba el aliento robusto y ceñido de los besos de Celia.

Abrió la primera gaveta y sacó un fajo de billetes que metió rápidamente en el bolsillo derecho. Tomó su sombrero y su saco y, casi a zancadas, salió de la Oficina Regional.

Veinte minutos después, usaba el dinero para sobornar a un par de guardias revolucionarios. Lo dejaron entrar. Miró a Celia sentada en la esquina de un calabozo infernal, cubierta de excremento humano y sangre seca. Destilando odio de sus grandes ojos amarillos. Él presionó su cuerpo y su cadera contra los barrotes de la celda, mirándola desde algún lugar vago entre la lástima y la súplica. Desde que lo habían nombrado ministro, Celia ya no era más una esposa con ideas diferentes, era una traidora al proceso revolucionario del comandante. Él la había delatado y había seguido el proceso de su captura y encarcelamiento, no porque no la amara desde siempre. Esta vez, era irresistible cómo el gobierno masturbaba su bolsillo con tanto rigor. Pero hoy el café lo hizo dudar, quizás se le escapaba alguna alternativa.

Celia se levantó y caminó recta, como si un chorro de energía se hubiera apoderado de ella. Se plantó frente a él y le arrojó un sonoro y espeso escupitajo que cayó directo en la solapa de su camisa.

Él levantó la comisura de los labios en una media sonrisa con forma de mueca. Negó con la cabeza y se separo de la celda, poco a poco, viéndola con desprecio. Subió las escaleras, de nuevo a zancadas, y salió. Nunca más volvería a ver a Celia. Nunca más intentaría revertir un exceso revolucionario.

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