Tres


Alberto tenía los ojos grises y el pelo rizado. Tomó el cuchillo de la gaveta de la cocina y lo escondió bajo su saco. Salió de su casa. Caminó cuatro cuadras contadas y entró al edificio. Sacó la llave de su bolsillo derecho, la deslizó en la cerradura y giró la muñeca hasta escuchar un crujido. Empujó la puerta, entró a la sala y cerró. Reconoció un olor blando que flotaba. Dejó las llaves en el platito de cristal de la mesa del recibo. Caminó a la habitación, dispuesto a matarlo. Tantas noches había estado su mujer balanceada en sus brazos, enganchada en sus besos, complaciéndose con aquél hombre entre las piernas. Recorrió el pasillo sin hacer ruido. A la vez que abría la puerta suavemente, con la otra mano dejaba ver el arma homicida. Se acercó lentamente a una cama de caoba exactamente igual a la suya. Miró su reflejo en el espejo de la peinadora donde su esposa guardaba todas las joyas. Un pantalón arrugado descansaba, ignorante, en la silla que habían puesto porque Alberto era muy desordenado para colgar la ropa que se quitaba. Tragó saliva, su pecho bramaba. Apretó el cuchillo bajo los nudillos. Rechinaron sus dientes. De un solo manotón arrancó la ligera sábana que cubría el cuerpo de los amantes. Allí estaba él mismo, con ojos de plomo y el cabello desordenado, descansando entre los brazos de su amada.

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